A los dieciséis años, tocar el piano ocho horas diarias durante el último curso de carrera me provocó fuertes y frecuentes dolores de espalda.
El médico le aconsejó a mi madre que hiciera natación o equitación para fortalecer los músculos a fin de que me sirvieran de soporte protector, y puesto que ya sabía nadar comencé a montar en un club hípico donde descubrí lo que iba a ser -para siempre- una de mis grandes pasiones: los caballos.
Como casi todo el mundo, después de superar los cursos de iniciación, principié los de salto de obstáculos y estuve bastante tiempo participando en pequeños concursos. Pero no era muy hábil en esta disciplina, de manera que probé con la doma, primero clásica y luego vaquera. Tampoco resultó. Por otro lado, la pista cada vez me agobiaba más así que empecé a dar paseos por el monte. Y ahí sí, ahí encontré mi lugar, con lo que me identificada realmente. En grupo, sola, en pareja... Igual me daba.
Saltaba troncos, vadeaba ríos, galopaba sin manos, la mayor parte del tiempo sin estribos -siempre odié usarlos- Días de largas rutas, noches de hotel y de tiendas de campaña oyendo sus resoplidos, mañanas de sábados y domingos con paradas inolvidables en las que rendíamos cuenta de los mejores hamaiketakos...
Observándoles, cuidando de ellos y del mío propio siempre. Me costaba un gran esfuerzo dejarles en la cuadra al terminar la jornada y los fines de semana se los dedicaba consagrada. Les ayudaba pacientemente a quitar sus miedos de pisar sobre una alcantarilla o de atravesar un puente con el vértigo del vacío a derecha e izquierda, despacio, a pie junto a ellos, hablándoles al oído para que confiaran. Y cuando lo hacían recibía ese regalo agradecida.
En las ocasiones en las que iba sola y el tiempo acompañaba, me lanzaba a explorar nuevos caminos armada de cuerdas y machete. Cada sendero desconocido me atraía como un imán, y en aquellas ocasiones en las que me llegué a perder, totalmente desorientada, aflojaba las riendas y me dejaba llevar. Tranquilos, buscando con toda serenidad el camino de vuelta, me llevaron siempre de regreso a casa. Dicen que se debe a que cuando salen de su hábitat saben donde les queda el sol y de esa forma consiguen orientarse para volver. Desconozco realmente si es cierto, o exacto, o ninguna de las dos cosas pero la verdad es que mis caballos nunca llegaron a perderse realmente -yo sí-
Al caballo acudía fielmente, en especial cuando, como con mi piano en los años adolescentes, la soledad no remediaba la tristeza, cuando necesitaba sentirme libre, cuando quería esparcir por el aire algún feliz monólogo, o simplemente solazar mi piel y todos mis sentidos con su contacto y su entregada compañía.
Sin embargo aquél círculo se cerró hace unos años, cuando me retiré definitivamente para dedicarme en exclusiva a otra de mis pasiones: el teatro. Pero éste es otro capítulo de mi vida, de mi aventurera e inquieta vida.
Esta imagen la comparto en honor a nuestra querida amiga Fefa, fallecida pero nunca olvidada.