Queridos amigos de mis letras, y espacios.
Hoy, mirando al árbol que enfrenta mi ventana, he decidido dedicarle unas líneas y reconocerle como digno protagonista.
Es un gran chopo al que, desde hace más de siete años, he visto crecer, adormecerse bajo el frío, y despertar del letargo cada vez más señorial.
Por las mañanas, al levantarme, retiro la cortina y ahí está, magnífico y altanero, espectador y notario del tiempo y su historia.
Es el árbol que me anuncia la lluvia, que me protege del viento y del sol, que me trae la brisa, y escolta mi retiro.
El que deja en cada centímetro una recia huella de tolerancia y paciencia, las mismas que tantas veces olvido.
Es el que miró a mis padres cuando aún tenían fuerzas para venir a vernos, a mi hijo despedir la adolescencia y a su padre reír disfrutando de nuestra vieja complicidad.
Él, testigo de mis emociones, música y confidencias, recoge impasible esa mirada a veces perdida entre su frondosidad, buscando respuestas o simplemente descansar.
Porque su equilibrio, su concierto de intensos ramajes siguiendo el ritmo del viento, me trae una paz que me concilia y armoniza los párpados de mis inquietudes.
En cierta ocasión dije que me gustan los árboles porque hacen que mire al cielo; como mi leal y gran amigo por el que fluye hoy mi escritura.
En fin, disculpad este particular homenaje, pero he querido hacer las presentaciones porque, al fin y al cabo, gran parte de mi inspiración se impregna de él, y finalmente os convierte en destinatarios de su influjo. Que os guste o no… Bueno, de eso ya no somos del todo responsables.
Gracias, amigos de mis puntos y comas, y sed siempre bienvenidos al umbral de mi horizonte cotidiano.
Matié.
(Escrito durante los años que viví en Algorta, Getxo-Bizkaia-)