Era sábado por la mañana de un mes de junio sin calendario.
Una joven recién levantada de la cama se quiso contagiar de la luz que entraba por la ventana y dejó que un sol aún perezoso le saludase mientras se le filtraba poco a poco a través de los poros.
Abstraída, no se dio cuenta de que su padre había entrado en el salón hasta que vio su reflejo en uno de los cristales. Allí estaba él, sentado en el oscuro rincón que tanto le gustaba últimamente, pálido como la muerte, enfocando su mirada hacia una lejanía indescriptible. Parecía el eco de una voz que no llegaba a materializarse.
Muy despacio, casi con miedo de romper el aire, la joven se acercó y le acarició dulcemente la nuca. Él dirigió sus ojos hacia ella y en una mirada que se pretendía frenética, quiso transmitirle un mensaje.
La hija, que le había visto luchar y tambalearse a lo largo de los últimos meses, no tardó en intuir de lo que se trataba: su padre, en un cruel momento de lucidez, se había dado cuenta de que era víctima de una dolorosa enajenación.
No hacía mucho tiempo, sin la mujer que les había dedicado su vida, emprendieron juntos un difícil y largo camino hasta que la enfermedad le fue alejando a él de una realidad que no podía soportar.
Durante un efímero momento el anciano retornó para huir nuevamente del dolor que le producía la ausencia de su eterna compañera. Durante aquel fugaz pero intenso instante desgranaron todos los tiempos de un pasado hasta que él, de nuevo en la seguridad del olvido, esbozó una sonrisa y preguntó a la hija que no reconocía:
—¿Por qué lloras, mujer?
—Lo siento –le contestó ella en un hilo de voz– Pero no hace mucho perdí a mi madre y ahora mi padre se ha marchado lejos, demasiado lejos; a un lugar extraño al que no sé cómo llegar.
—Sí –le respondió él– sé cómo te sientes. Yo también busco a mi familia pero aunque lo intento no consigo encontrarla.
El silencio abrazó a esos dos corazones debatiéndose con su propia soledad, y sus lágrimas hablaron por sí mismas.