Cuando la autora escribió este relato le dio el nombre de "Marcel y el unicornio". Posteriormente cambió su título por el que hoy conocemos como "El Jardín de la Inocencia".
Comparto con todos el texto, previa autorización de la autora, y espero de verdad que disfrutéis de él.
EL JARDÍN DE LA INOCENCIA
Déjame que te cuente sin palabras, Lucía, lo feliz que fui aquí cuando tenía tu edad y más adelante, cuando todo era luz y color, cuando los prodigios aún eran posibles y en mi corazón no existía el temor porque la confianza lo invadía todo. Déjame que te hable en silencio de la edad de la inocencia, cuando el sol brillaba sin tamices y no había amenazas en el aire, cuando el tiempo se paralizaba entre las ramas de los abedules y de los tejos, y las tardes de verano eran eternas, sin principio ni fin. Y, sobre todo, no me juzgues por haber buscado la libertad alguna vez.
¿Ves allí a Marcel, al fondo del jardín, podando los rosales? Hace mucho tiempo, una tarde luminosa como hoy, yo lo vi también, desde aquí, parapetada tras los barrotes de este mismo balcón, como asomada a una atalaya que me permitía dominar mi pequeño mundo. Yo no sabía entonces que aquella tarde marcaría el principio de una hermosa historia que colmaría mi corazón de música y de calidez para siempre.
Marcel era hijo y nieto de jardineros en la casa y por eso sabía todos los secretos de la propiedad. Siempre lo conocí aquí. Aquella tarde estaba, como está ahora, inclinado sobre unos arbustos de madreselvas desbrozando las malas hierbas mientras yo lo observaba desde el balcón. A mi lado, mi madre, sentada en esta misma silla, bordaba sus iniciales en un pañuelo de batista fina, al tiempo que desgranaba para mí un cuento de princesas y caballos blancos con su voz suave igual que una caricia. Yo ni siquiera la escuchaba; sólo llegaba hasta mí la música de sus palabras acunándome en el calor perezoso de la tarde.
Fue entonces cuando Marcel se volvió y clavó su mirada en el balcón. Era un muchacho con un torso joven y poderoso, la camisa blanca abierta hasta la mitad del pecho dejando asomar un bosque de promesas ignotas. Sus ojos, un par de tizones encendidos, negros como el azabache en una noche sin luna. Yo, en mi ingenuidad, no podía apreciar los detalles, pero sí me sentí enganchada por un magnetismo inevitable.
-¡Baja, Lucía! –me reclamó con un gesto amplio de su brazo-. ¡Te enseñaré algo increíble!
Acudí sin pensarlo, descendiendo por las escaleras a la carrera, como todos los niños que no saben controlar la prisa de su entusiasmo, y corrí hasta él esperando ver cualquier maravilla. Cuando llegué a su lado, no había nada y sentí una instantánea decepción que debió de reflejarse en mi rostro infantil. Él estalló en una risa franca que, sin embargo, no me ofendió.
-Ven conmigo –me apremió tomándome de la mano, y me introdujo en la frondosidad que limitaba el jardín en su lado norte-. Esta mañana he visto un unicornio –me dijo bajito.
-¿Un unicornio? –pregunté yo con mi voz de cristal, sorprendida, queriendo creer lo imposible.
-Sí, mira, ven –y tiró de mí con suavidad-. Agáchate y no hables –y nos colocamos los dos tras unos matorrales intentando aguantar la respiración. Yo no veía nada por más que miraba y, con la impaciencia de los niños pequeños que siempre esperan que se cumplan sus expectativas de inmediato, empecé a revolverme en mi sitio-. ¡Mira, Lucía, mira allí! –me susurró al oído, indicándome algún lugar en la floresta con su índice extendido. Obedientemente, seguí la trayectoria de su dedo y u nos pasos más allá, entre la espesura de los alisos, creí distinguir algo como un reflejo o un destello que pasó rápidamente y luego ya no estaba. Quizá no fuese más que el brillo de un rayo de sol juguetón filtrándose por entre las ramas, pero a mí me pareció la silueta de un unicornio fugitivo y sentí que mi corazón se detenía un momento ante aquel encuentro inesperado.
Marcel me miraba con los ojos brillantes, con la complicidad de quien comparte un secreto maravilloso. Salimos del follaje transfigurados y yo regresé corriendo a este balcón para contar la novedad a mi madre que seguía bordando su pañuelo de batista en medio de una gran quietud.
-¡Acabo de ver al unicornio! –grité emocionada-. ¡Marcel me lo ha enseñado! –volví la cabeza para buscar el testimonio del jardinero, pero él ya había desaparecido.
Mi madre tomó la declaración con la tolerancia de los adultos cuando escuchan algo para lo que no están preparados. Me acarició la cabeza con dulzura y no volvió a preocuparse.
A partir de aquel día, aceché la presencia de Marcel en el jardín. Su compañía se me hizo habitual y a menudo compartí con él el espejismo fugaz del unicornio. Llegué a verlo de verdad, a aprender de memoria cada detalle de su fisonomía y a soñar con frecuencia con su cuerno dorado apuntando siempre hacia el cielo.
Alguna vez, me introduje sola entre los árboles buscando la visión, pero nunca lo conseguí en ausencia de Marcel. El jardinero se había convertido en mi talismán sin el cual me hallaba perdida.
Pasaron las estaciones y los años con ese ritmo imperceptible con que transcurren los periodos importantes, con ese sentimiento contradictorio que nos indica que todo sigue igual, pero todo ha cambiado.
Yo seguía aproximándome a Marcel con la misma confianza con que lo hacía en mi infancia, sin darme cuenta del paso del tiempo y de las transformaciones que había sufrido mi cuerpo. Cada comienzo de verano marcaba el inicio de nuestras citas con el unicornio al que sospecho que, tal vez, sólo veíamos con los ojos de nuestro deseo.
-¡Mira, este año está más bello que nunca! –me decía Marcel emocionado, y a mí también me lo parecía. Yo ya tenía dieciocho años y, efectivamente, el unicornio se mostraba espléndido, tan real y tan mágico al mismo tiempo… Ese verano, aunque no puedo demostrarlo, tengo la certeza de que el unicornio en una ocasión se nos quedó mirando con sus ojos color de ámbar líquido, como si quisiera decirnos algo. Fue un instante suspendido en el tiempo, una eternidad que duró lo que un descenso vertiginoso desde un tobogán muy alto. Tuve por un momento la misma sensación de vacío en el estómago. Algo inenarrable.
La siguiente primavera naciste tú, Lucía, y yo me sentí el ser más feliz de la creación. A veces, cuando te miro fijamente y tu cabecita rubia se me desenfoca y se me distorsiona toda tu imagen, me parece ver de alguna manera los destellos del unicornio con su única asta dorada pasando raudo por entre el follaje del bosque y perdiéndose en la espesura como tantas veces le he visto hacer. Y cuando te observo de frente, tus ojos color de miel, me parecen encerrar algún impenetrable secreto que él nunca me comunicó y que tal vez tú también calles para siempre.
Ocurre en ocasiones que tengo la impresión de que el tiempo se ha alterado y que yo vuelvo a ser tú con la esperanza de que la historia se repita, y al mismo tiempo, temo con todas mis fuerzas que eso ocurra. Aunque algo me dice que la edad de la inocencia ha tocado a su fin, que las tardes doradas de verano se empiezan a cubrir de sombras para mí y que jamás volveré a ver al unicornio.
Y entonces me invade el pánico, porque en cualquier momento, Marcel puede dejar de podar los rosales y mirar al balcón pronunciando tu nombre que también es el mío, para decirte que hay algo especial que desea mostrarte. Y tú, sin que yo pueda impedirlo, bajarás los escalones de dos en dos, con el corazón al galope, llena de ansiedad por contemplar el prodigio, y él te conducirá de la mano como hizo conmigo y os perderéis en la frondosidad de los tejos y de los alisos buscando lo inexplicable del amor sin reglas, el gozo en estado puro, el estallido de luz y color que acecha como una quimera en la zona más umbría del bosque esperando a sus elegidas.
© E.Z. , 2005
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Fuente:
Blog de la autora, Esther Zorrozua, BONANZA EN MI FIORDO