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'LA RISA DEL TIEMPO'. Matié

Aquí estoy yo, tan pequeño, en este Bar-Café, observando a la banda de chiflados que hoy discurren frenéticos delante de mí. Convencidos de ser el ombligo del mundo no ven; a veces, con un poco de suerte miran, pero no ven.

Hay poca gente hoy aunque suficiente como botón de muestra refranera.

Por un lado está la mujer de la caja. A esta señora, peculiar hasta la gran sombra que su contorno genera, le va a dar un espasmo; lleva una hora intentando comprender cómo la calculadora le multiplica cuando ella le está dando a la tecla de sumar. Es vieja, la calculadora quiero decir, pero nunca le había fallado de esa manera. En cada intento le da con más fuerza, con más ganas, con más frustración. No quiero ni pensar qué será de ella si termina saltando el botoncito rabioso y magullado. De vez en cuanto se lleva un meñique al oído y lo restriega con afán al ritmo de la tecla rebelde.

A mi izquierda, una joven lidia entre las prótesis que parecen haberle visto nacer: en el oído izquierdo, el móvil, y en el derecho, un auricular; al mismo tiempo su codo sujeta con habilidad una gran pila de libros, mientras que la mano izquierda sostiene un papel en alto y con la otra revuelve el contenido de un vaso de café con hielo. Todo a la vez.

A mi derecha, dos hombres de atrevida calvicie comparten mesa acompañados de unas cañas de cerveza. Uno de ellos, sin parar de hacer aspavientos circulares con su dedo índice, le habla al otro en un tono tan brusco y elevado que hasta el aire parece incomodarse. Lo curioso es que el oyente mira impertérrito al voceras, bebe tranquilamente de su jarra y, de vez en cuando, cambia la postura de sus piernas. Me pregunto cuántos de sus cinco sentidos tienen una doble vida en este momento.    

Por el resto del local se dispersan varias personas más, como por ejemplo aquellas que, periódico en mano, planean la forma de asesinar al bocazas y su a «batidora táctil».

O aquel otro de una cara tan extraña que más bien parece una réplica de su propio negativo.

O el grupo de felices jubiladas, incomparables expertas en el lenguaje del ‘guiño’ al joven camarero. Un guiño: una pizca de coñac en el café. Dos guiños: un chorrito. Tres: ¡lo que tú quieras, vida mía! Guiños, sí, directamente proporcionales a cada gana de olvido.

Sin embargo, la mesa que más atrae mi atención es la que está junto a la ventana. Siempre ocupada por solitarios personajes. No les importa si hace frío o no en aquel rincón, aunque todos sabemos que sí. Buscando cerrar los ojos, llorar por sus sueños o dibujar el crepúsculo a través del viejo cristal, se deslizan a través de un ingrávido refugio.

Ahí están, envueltos en su tupida membrana, olvidándose de mí, el viejo reloj de este viejo local, el único que les observa, que dirige desde el silencio sus intervalos vitales. Ahí están, olvidándose mí y de los minutos que transcurren a un solo ritmo y no al que cada uno de ellos quisiera.

Todos ellos, tarde o temprano, acaban por mirarme. Pero esta vez no. Esta vez, sumergidos más que nunca en su propia médula, no se han dado cuenta de que llevo parado más de una hora.

Yo, que no soy para ellos más que el indeseable instrumento que marca los límites de sus espacios intemporales; que sobrevivo a pesar de soportar sobre mí tantas miradas pendencieras, de censura o incontenible ansiedad. Yo, que armonizo con cada uno de sus latidos, que marco el  paso del tiempo, de ese tiempo que anuncia y no disculpa… seré hoy el último que ría. Por una vez. ¡Ya era hora!