Este dolor pungente no atiende a razones, ni quiere, y me consume inicuo a lo largo de mis silencios.
Cuántas veces me gustaría gritarles que se callen, que me dejen respirar. Sin embargo, no dejan de recordarme la angustia que me rompe, me atraviesa, y me dice que no merece la pena seguir.
Necesito descansar.
Las ausencias de mi ser más querido, aún estando cerca, duelen; todo lo que tengo duele, incluso aquello que, posiblemente, merezco.
Pero, sobre todo, duele mi soledad, donde la razón y las emociones hacen su propia fiesta caótica y me liquidan lentamente, sin tiempos de vuelta.
Con suerte, quizás llegue el día en el que me despida tranquilamente, indiferente a los reproches, en un acto de legítima y heroica voluntad, aún sabiendo que alguien llorará por mí.
Luego ya no podré arrepentirme y, eso, tal vez sea lo mejor después de todo.