Un día, en mi oficina, se acercaron a mi mesa dos mujeres de unos treinta años que venían con una niña de cuatro. Se sentaron frente a mí y la pequeña sobre las piernas de una de ellas.
De pronto, mientras esa mujer hablaba conmigo, la niña le tiró del brazo y le dijo: ¡mami! ¡mami! La mujer, sin dejar de hablarme, se retiró parte de su camiseta, sacó un pecho y le puso a mamar. En un minuto la niña se cansó, se incorporó y se puso a dibujar con un lápiz en un papel. La madre, con toda naturalidad, se colocó la camiseta y continuó describiéndome su caso.
Unos minutos después, mientras yo tramitaba la gestión, la niña reclamó de nuevo a su madre con un ¡mami! ¡mami!, y la mami no dudó en ponerle otra vez a mamar. Esta vez la pequeña tardó menos aún en retomar su pintura.
Cuando se fueron, yo, que en ningún momento hice comentario ni gesto alguno, me pregunté si aquella dependencia sería bueno tanto para la niña como para la madre.
Eso sí, me quedé con las ganas de decir algo. Y no por el hecho de dar de mamar, porque si estoy atendiendo a una mujer con un bebé y me dice que le toca dar la toma, sin dudarlo ni un instante me levanto, le acomodo, espero y continúo con mi trabajo hasta que termine. Pero una madre amamantando a una niña de cuatro años mientras realiza una gestión pública es algo diferente. Creo yo. No, miento, no lo creo, estoy convencida de que es muy diferente.
Matié.