Anoche me puse a escribir después de observar las sombras a través de la ventana.
Había mucha niebla, y aquella luz de luna y farolas que la bruma se empeñaba en fusionar me llegó como una imagen hechizada en la que nada parecía lo que era. Y me puse a escribir.
Cuando terminé pensé en el sortilegio de la escritura y ese cómplice espacio en blanco que me deslumbra y me seduce siempre. Ese espacio que nunca me deja indiferente; esa tierra en barbecho que a veces me reclama y otras me pide que espere; ese tiempo y espacio lleno de ausencias que está ahí, entregándose desde un silencio que no siempre quiero escuchar.
A veces la vida del artista, mi vida, se me asemeja a un gigantesco círculo blanco pintado en el suelo y vacío que lleno con mis pies. Entonces ya no son mis manos sino estas pequeñas extremidades las que van creando vida dentro de la órbita, con el paso del tiempo y de los sueños.
Siempre he sentido debilidad por mis pies porque con ellos avanzo o retrocedo, para repasar y corregir, para olvidar de una vez, o recordar, recordar otra vez. Porque ellos son la conexión con los órganos de mi cuerpo, al mismo tiempo que me conectan a la tierra si me olvido o simplemente quiero escapar. Cómo echo de menos aquellos años en los que andaba descalza a todas horas. El placer que era sentir la hierba, distinguir entre el adoquín y el asfalto, saltar sobre el charco escapando del calor… Me encanta acariciarlos y sobretodo, acariciar con ellos. Dar pequeños pellizcos y amasar la piel con los dedos.
Sin embargo, hubo un tiempo después en que caí en la trampa y los sometí, víctima de la moda. Una época en la que me sorprendí acomplejada porque no respondían a los cánones de belleza impuestos y los ocultaba a toda costa. Durante el invierno era fácil disimularlos pero en verano suponía un verdadero suplicio. Reblandecidos por las medias que nunca me quitaba, enterrados continuamente en la arena cuando iba a la playa y sin saber qué inventar cuando me quedaba sin excusas para justificar aquellos zapatos cerrados que lo mismo llevaba con veinte que con cuarenta grados de temperatura.
Mis pobres pies, siempre escondidos porque me parecían muy grandes y horribles los dedos gordos, o porque las uñas nunca me crecían al gusto. ¿Y el calzado? Siempre con esos tacones esforzados en alejarte de una realidad que no deja de existir por mucho que te niegues a verla, con esa formas que se estrechan a conciencia justo donde el pie se ensancha, esas punteras empeñadas en reducir los cinco dedos a uno solo: el del centro, tal vez por ser el impar o por cuestiones de equilibrio… no lo sé.
Viví un pequeño y absurdo infierno que, sin embargo, me trajo la satisfacción de superarlo y recobrar algo maravilloso: disfrutar de ellos nuevamente. Porque no importa su estética sino su función. Porque no tiene relevancia lo que les parezcan a los demás sino lo que son para mí. Liberar mis pies como parte de una identidad.
Mi identidad, que asoma vehemente a partir de un presente liberador, portador además de nuevas y gratificantes soledades. Difíciles y severas, pero al final dignas y enriquecedoras soledades.
A veces, casi siempre, me siento una mujer afortunada por la magia que en ocasiones ha dibujado mi camino. Por aquellos que han percibido mi nombre entre la sombra y me han ayudado a proyectar un nuevo preludio. Pero sobre todo por los regalos que me ha traído la noble década de los cincuenta y de los sesenta recién estrenada, en las que presumo más con el placer que con la mortificación y asumo la belleza franca en lugar de la impuesta; décadas en las que me identifico con la pasión y no con la desgana, con la autenticidad más que con lo fingido; unas décadas que me resucitan a un mundo en el que me esfuerzo día a día en comportarme fiel a lo que soy, o lo que creo ser, y disfruto de ello satisfecha. De eso se trata.