Son las doce y media de la madrugada.
Una pareja de amigos y yo nos encontramos en mitad de la nada, en un barrio en el que nadie sabe dónde empieza y menos aún dónde termina.
Venimos de una larga, muy larga ronda de ‘pintxos’ y ‘zuritos’ por el Casco Viejo de Bilbao. Ahí sigue “El Cocretas” a voz en grito desde la barra a todo el que entra: ¡¡Cocretaaasss!! ¡¡Hay cocretaaasss!! Grandes como morcillas. Sabe que está mal dicho pero la tradición es la tradición, y si su madre las llamaba así pues así se queda.
La semana pasada me invitaron a una cena que se celebra precisamente hoy, en honor de la mujer filipina que cuida de mi madre desde hace varios años. La ronda por el Casco Viejo parece 'hechizarnos' y cuando miro el reloj veo atónita que son las doce de la noche. A pesar de la hora y de mi estómago pletórico, mis amigos me llevan hasta la casa en su coche. Es demasiado tarde pero al menos quiero hacer acto de presencia.
Llevo apuntado en el móvil la dirección y de momento sólo hemos encontrado la calle. No hay forma de dar con el portal. Los números saltan de diez en diez...
– ¡Imposible! –decimos al unísono– ¿Cómo es que pasa del 120 al 130?
Otra vez para atrás. Nada. Seguimos sin saber dónde se esconden los números que faltan. (¿Tanto habremos bebido?)
–Vamos a dar la vuelta –les digo.
– ¿Otra? Llevamos tres –protestan.
– ¿Por qué no pones el GPS? –le digo, inspirada.
– ¡Anda ya! ¡Este sitio no lo encuentra ni “la Sostén”! (*)
De repente nos fijamos en un callejón medio oscuro. Lo hemos visto antes pero ni por asomo hemos creído que dentro podía haber algo que no fuera mugre y miedo, el que da con sólo mirarlo.
– Esperad…
Temiéndome lo peor me bajo del coche a investigar.
– ¿Te acompañamos? –dicen con la boca pequeña.
– No, tranquilos, creo que no hace falta, pero no os vayáis todavía.
Entro en la calleja iluminada por una miserable bombilla con pinta de farol jubilado, estrangulada sobre una pared desconchada que me mira con cara atroz. Me estoy poniendo muy nerviosa.
De pronto algo hace que se me constriñan las vísceras: se ha cruzado por delante de mis pies un gato a toda velocidad. Un gato negro. No soy supersticiosa pero… ¡La madre que lo parió!
Cruzo los dedos y avanzo pegada a la pared.
– ¡Aquí hay un portal! –digo a mis amigos– No, hay dos, y puede que sea uno de ellos.
El primero no es. La bombilla cada vez me mira peor. Sigo a tientas… ¡Zas! Otra vez el puñetero gato negro. Ahora ya empiezo a cruzar los dedos de los pies también.
– ¿Cómo vas? –me preguntan mis amigos, inquietos.
Por fin llego hasta el otro portal.
– ¡Éste! ¡Es éste! –grito a los del coche– Podéis…
Pero antes de terminar la frase ya se han ido los muy cretinos.
Miro de nuevo el portal y veo horrorizada que la puerta está abierta. Algo nuevo y muy raro empieza a subir y bajar por mi estómago y a estas alturas mis veinte dedos son auténticos ovillos. Pero ahora no puedo echar marcha atrás y entro al portal ‘aplaudiendo’ con las rodillas disparatadas.
Tanteo la pared, encuentro un interruptor que enciende otra bombilla (una generación anterior a la del callejón) y a duras penas distingo una puerta. Estoy tan nerviosa que pienso que es la del ascensor y aprieto un botón que veo al lado. Después de unos segundos la puerta se abre bruscamente y aparece una especie de oso humano, en bata, barba de semanas, con algo en la mano que no acierto a distinguir y una mueca que a mí me parece la de un loco proscrito.
– Eh… ¿Sale o se queda? –pregunto a duras penas.
Evidentemente la puerta no era la de ningún ascensor, el botón era el timbre de su casa y yo una indeseable que viene a subrayar su maldita existencia. De pronto reacciono y salto como un resorte escaleras arriba, sobre los peldaños de tres en tres. Sé que la fiera ha gruñido algo pero afortunadamente no le he entendido.
Cuatro pisos y entre ellos un descansillo que invita a todo menos a soñar.
Por fin llego a mi destino y presiono el timbre pero no oigo que suene, no sé si por la música alta que viene del interior de la casa o porque no funciona, así que lo intento de nuevo. Nada. Cuando estoy a punto de tomarla a golpes con la puerta, la abre lenta, muy lentamente, una mujer. Es Merci, la anfitriona. Le saludo pero no me contesta. Sólo me mira muy asustada.
– Merci, soy yo.
– ¡…!
– ¡Merci! ¡Que soy yo!
– ¡Ay! ¡Es usted! Lo siento, de verdad –me dice con apuro– Pensábamos que era la policía, que le había avisado algún vecino por la música.
Y de lo paralizada que se ha quedado no termina de abrir, así que ahí estoy yo con un pie en el descansillo y el otro que no sabe qué hacer.
– Pero mujer ¿me va a dejar pasar o me va a tener aquí toda la noche?
– Ay, sí, discúlpeme, pase, pase –me dice echándose a reír de esa forma suya que contagia.
Mientras, varias pequeñas cabezas asoman tímidamente al pasillo. “Con la hora que es, pensábamos que ya no venía”, me dicen.
Ahora soy yo la que se disculpa.
Me llevan hasta la cocina y me indican un asiento. Se va acercando gente, y gente, y más gente; me saludan con una delicadeza cálida y generosa. (¿De dónde salen?)
De pronto veo espantada cómo van colocando sobre la mesa platos y fuentes de comida. Ya los habían guardado pero vuelven a sacarlos para mí y de nuevo me disculpo.
También intento decir que ya he cenado -sin mencionar lo bebido- pero me miran tan satisfechos y orgullosos de mi visita que no me atrevo a decir nada y me empeño en disimular.
Con el estómago tan lleno y alborotado que traigo, esta va a ser la ‘re-cena’ más atragantada de mi vida y haciendo enormes esfuerzos empiezo a probar un desfile interminable de comida.
La verdad es que todo está muy sabroso pero sólo soy capaz de servirme pequeñas porciones, cada vez más diminutas. Poco a poco siento cómo se me van almacenando los trozos en la mismísima glotis. Creo que me estoy atascando…
Torturada, voy aclarando el atropello de la garganta y cuando pienso que ya ha terminado todo veo que llegan… ¡Los postres! ¡Dos variantes! ¡Dulces a rabiar!
Creo que me estoy poniendo un poco azul. De todas maneras resisto pensando que es el final, y cuando ya mi cara se va transformando en grotesca agonía, dan paso a la “estrella sorpresa” de la noche: ¡UNA TARTA! Una tarta adornada con grandes figuras de mantequilla batida, de colores rosas y amarillos.
De pronto mi cabeza cae fláccida sobre el último plato y aterrizo en una soporífera semiinconsciencia. Al cabo de unos segundos, que a ellos, asustados, les parece una eternidad, consigo decir:
–Por favor… ¿El… baño?
Llego a duras penas a ese pequeño recinto que se me antoja en ese momento sagrado, y allí tiene lugar una de las mayores liberaciones de todos mis tiempos.
Poco después, más tranquila pero aún con la cara congestionada, se ofrecen a llevarme a casa.
Y así es como, en plena madrugada, me veo otra vez en un lugar que nadie sabe dónde empieza y menos aún dónde termina, embutida ahora en un coche entre seis filipinos.
EPÍLOGO
Estábamos ya cerca de mi casa cuando, para completar la noche, damos de bruces con un control de la policía que, por supuesto, nos para y nos pide la documentación. Mientras mis compañeros de viaje van sacando tranquilamente las suyas, yo empiezo a buscar mi carnet de identidad. Esto… ¿Dónde tengo mi carnet? ¡Ahhh! ¡No lo tengo! Por un momento pienso en hacer gestos a los guardias y decirles por señas: ¡Esto-es-un-secuestro! ¡Me-están-secuestrando! (Recuerdo haber visto una escena parecida en alguna película)
Después de intentar explicarles ridículamente la situación se limitan a mirar dentro del coche –es evidente que sólo se han quedado con nuestras caras porque no hay huecos para ver otra cosa– y finalmente nos indican que continuemos, no sé si porque me ven pasar todos los días camino de mi casa, o sencillamente porque no éramos lo que buscaban –si es que buscaban algo-
Cuando por fin me acuesto, pienso en llamarle al Karma para que se reconcilie conmigo y al menos me deje dormir en paz. Aún así tengo un sueño raro: un gato esposado me pregunta con lascivia si quiero acompañarle al callejón…
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(*) “La Sostén”, nombre que le ha dado mi amigo a la voz del GPS porque según dice le recuerda a la de su suegra (¿¡…!?)