Una noche derramé lágrimas en mi honor. Estaba despedazando el nudo de una soledad que con afán de supervivencia he ido convirtiendo en campo de minas y labranza. Una soledad a la que acudo con pereza justificada porque todo, salvo lo que prohíbe el inconsciente, es filtrado y a duras penas superado.
Y de ella hablaré, sin disfraces ni condescendencia.
Mi soledad alberga frustraciones, como esas clandestinas y silenciadas caricias que cuando en toda su inmensidad pretenden ser una razón de vida, por el miedo y la timidez se disfrazan y sucumben.
Recoge a veces ecos de nostalgia que con sublime entonación de agonía señalan el umbral de un sueño que daba por perdido.
En mi soledad conviven emociones descontroladas, amores y desamores, rivalidades, inoportunidades, el idioma de la mirada y todas mis contradicciones. Es el todo, desvaneciéndose a veces hasta la nada.
Ella atesora el cansancio y la desesperación de un caos organizado pero sonríe con ternura cuando, en los brazos de un eterno amante, le ofrezco aquello por lo que he luchado, con toda mi verdad... y aún mi rebeldía.
A ella recurro cuando una mano me habla de fidelidad; cuando mi hijo me necesita sin haberme reclamado; cuando una canción o su abrazo es capaz de convulsionar toda mi energía; cuando después de hacer el amor, degusto el placer de haberlo hecho sin estupideces y generosamente, y aún satisfecha, pido más y confieso un ‘te quiero’ dejando mi piel a su lado.
Por mi soledad fui salvando inseguridades y otras desventuras y comencé a amarme en visceral oposición con el pasado, para iniciar el declive hasta un equilibrio erudito y sereno.
Entre cumbre y cumbre, bailo en charcos de fracaso y éxito, salpicándome de un barro que sólo me pretende disimular pero que en realidad me acoraza y abraza.
Entiendo un solo objetivo conseguido, como la gran batalla ganada, segura de que será la insignia que salve mi propia Estima, esa estrella que tanto me observa con paciente melancolía y a la que tantas veces vuelvo la espalda.
Esa Estima que en la infancia y adolescencia subestimé, y que en el ingenuo ecuador de mis experiencias defiendo y reclamo como fábula que reconstruye una fe perdida.
Ella, mi soledad, es así: despiadada y sutil, cruel y almohadillada, longeva e inexperta, destructora y maternal; hambrienta de un aliento que me permita seguir creyendo en mí y soñar.
Ella, mi soledad, ¡es todo yo y no la sombra de lo que soy! Pero también es mi obra y mi vasallo, y después de todo, se convierte en un etéreo refugio donde saborear la vida y puede que, tal vez, el camino hacia mi última expedición.
Matié