Pepa, Virginia y su amiga suman casi 300 años. Viven en la esquina, a 200 metros de mi casa y les encanta jugar al parchís, salir a buscar espárragos y cocinar paellas a leña para la familia y los amigos que, cada domingo, llegan temprano llenando de vida y sonido este pedacito de huerta. Las paredes de su vivienda lucen encaladas y una gran buganvilla preside el muro que comparte con Susi, mi otra vecina.
Días atrás, entrando en el camino que soporta en hilera todas nuestras puertas, las encontré quitando brozas y piedras. Paré el coche y les pregunté por su quehacer a lo que me respondieron, entre risas, que nos iban a cobrar por limpiar el camino! Continué el mío contenta y agradecida… Las tres paseaban de lado a lado, lentas, buscando el apoyo de su bastón. Caminaban siempre de frente y paraban, de vez en cuando, para mirarse y aclarar algún que otro asunto pendiente. Doblaban su espalda cansada para eliminar las ramas que nos impiden transitar cómodos y sin riesgos, imaginando evitar el dolor. No esperaban, no pedían, trabajaban incansables, generosas.
Llegué a la puerta todavía con la sonrisa puesta y miré hacia atrás. Ellas me saludaban con sus manitas abiertas, bellas aunque llenas de callos, alegres pese al cansancio. Y el cuadro me pareció una metáfora perfecta de la vida. Y pensé en todas las mujeres que se dedican a limpiar caminos, no para que brillen más bellos (que también las hay), sino para que nuestros pasos, firmes, eviten el tropiezo. Y me sentí afortunada. Y quise ser como ellas.