Cuando cursaba el Postgrado de Teatro y Artes Escénicas, un profesor nos mandó leer un libro para un trabajo. Desde el principio aquello parecía un jeroglífico, una suerte de textos 'encriptados' que frustraban cualquier empeño por entender lo que querían decir, o lo que pretendía el escritor con todo ello (desde luego comunicación lo dudaba mucho, al menos según mi forma de ver o más bien de no entender, en aquel momento)
El autor llenaba las páginas de emociones que parecían brotar en el mismo orden caótico que se refugiaban en sus propias entrañas.
Me sentía desconcertada y defraudada, empeñada inútilmente en conseguir algún significado, en analizar y desmenuzar cada palabra y párrafo inconexo.
Hasta que de pronto pensé en que tal vez si me dejaba llevar... Si me liberaba de estos hábitos sistemáticos y trataba de conectar con aquellas voces como un Todo empático...
Y así fue cómo aprendí a lo que a mi manera llamé 'leer sin entender', a captar lo que esas 'frecuencias' podían sugerirme desde la abstracción más ambiciosa, y ser capaz de visualizarlo. ¡Sólo tenía que dejarme llevar!
Aprendí una nueva forma de leer.
Y lo mejor fue descubrir que en realidad sí entendía, tal vez no lo que el autor quiso decirnos (si es que quiso decirnos algo) pero sí que aquellas 'libertinas' frases podían ser atrapadas de una forma diferente y capaces de producir un efecto muy valioso.
Mereció la pena.